El viaje de una partícula de polvo

El viaje de una partícula de polvo
Fotografía por: Free-Photos en Pixabay

El viaje de una partícula de polvo

De la mutabilidad del tiempo y la tierra en constante metamorfosis, entre pisadas fuertes y un seísmo leve, oyendo a una manada de dinosaurios huir desesperados de un resplandor turbador en el firmamento, venía al mundo sola y aturdida una partícula de polvo y así millones de parientes, pero despojada a la merced del aire.

Tras una calma fugaz del Triásico, la onda expansiva la elevó por el cielo y se deslizaba esclava del destino libre del viento rebelde. Fue tal su impulso que salió a la exósfera en compañía de gases dispersos en el espacio exterior. De nuevo sola, perdida en el universo donde cuentan que tiritaba de frío. Viajando entre años luces se regocijaba en el calor de cientos de soles y se movía de estrella en estrella con la complicidad de un cosmos caótico y bello. El infinito se convirtió en su hogar.

Lo había visto todo y no era para menos. Un día, jugando con asteroides, extrañó el lugar donde nació, pues retozaba con el enemigo. Taciturna y divagando en el vacío fue atropellada por una gaviota metálica de insuperables velocidades, marcianitos se dirigían a la Tierra para orientar las construcciones de algunas culturas que allí emergían. No tardó la nave en divisar la esfera terrestre, desde la atmósfera veía como todo había cambiado. El calor era insufrible cuanto más penetraban el planeta, las llamas estaban por consumirla y no hubo más remedio que saltar y ser atrapada por la gravedad.

La caída libre fue un suspiro de alivio luego de un viaje latoso de regreso a casa, de la nada se encontraba en las garras de una brisa apacible que la llevó de turismo por un nuevo mundo, uno de tantos. Pululando los océanos se desplomó en lo que hoy es el pacífico y descendió a una playa de arena negra, mar picoso y olor a pescado fresco. Fue acogida por su familia lejana, granos secos y brillantes bailaban coordinados en la orilla, donde besaba el meneo moribundo de las olas. Sirvió de colchón a sirenas chocoanas que la deleitaban con sus cantos y en la noche la luna la iluminaba recordándole su hogar. Pero llegó un diluvio y otra vez el éter se encargó de su rumbo.

En un vaivén de desacuerdos atmosféricos pudo aterrizar en la manta de una mujer. De tantos lugares a los que podía llegar ancló en el peor, primer contacto con humanos. La muchacha lloraba sin consuelo en medio de una muchedumbre consternada que se lanzaba a gritos y en pecado. Aquella tela se ciñó en el rostro de un tipo exhausto y la partícula de polvo se enredó en una espina inmisericorde. Bajo su presencia fue crucificado un hombre injustamente y fue testigo de su dolor, también de la ira de Dios. Pasada la tarde se desató una tormenta y quedó atrapada en una gota cristalina que la llevó hasta un charco amalgamado de sangre y agua. Volvió la calma y desde su cárcel líquida afloró un arcoíris.

Aterrorizada rindió obediente pleitesía al viento para dejarse llevar lejos del sufrimiento, pero no fue fácil. Rebotó del suelo junto a la cabeza de un indígena americano por la avaricia de un español y se arrastró con los grilletes de un africano esclavo. De la hostilidad del viento planeó sobre la guerra y se mezcló con las cenizas de judíos calcinados. Contempló la pobreza en cuerpos demacrados mientras paseaba sobre un traje Stuart Hughes, del que de inmediato fue limpiada hasta caer.

Rendida y desconcertada se dispersó en la tierra huyendo de la brisa y encontró un orbe desconocido. Fue auxiliada por una hormiga obrera que la llevó a upa al encuentro con sus amigas. Reptó con animales en el candor de la flora, no era alimento de nadie como sus hermanos los granos, estaba tranquila con vivientes incomprendidos, pero los entendía. Mas una mañana, se pegó a la pesuña de una liebre que saltaba fugada, fue escandaloso ese momento: se escuchó un terrible chillido y de repente estaba de nuevo en el cielo; la pobre liebre se encontraba suspendida en las patas de un águila y ella también.

La partícula de polvo ha aceptado su camino y montada sobre una brisa viaja por el mundo, dócil a las direcciones del viento. Despistada y sin consentimiento llegó hasta mi libreta que es una veleta contra la galerna y la escucho mientras reposa sobre mis letras.

Cristian Arango