Cicatrices

Cicatrices
Fotografía por: Jacobo Jurado

Cicatrices

Mi escrito nace en uno de los mayores epicentros de una pandemia nueva, casi desconocida. Las noticias hablan todo el tiempo de lo mismo, los viejos se mueren, el pánico avecina el Apocalipsis y las clases fueron canceladas; parece que se extinguieron las personas valientes en este país en el que se habla fuerte y aparentemente no existen emociones. Incluso ayer no pude ir a misa y tuve que soportar, un domingo más, el regaño de mi madre. Un poco me estoy volviendo loco y discurro las cosas más de lo que debería.

No ha pasado mucho tiempo desde que desperté. Frente a mí tengo una puerta de cristal azotada por el sol de mediodía y tras ella se ve la fachada de un edificio viejo, de persianas verdes y ropas colgadas, algo común en el paisaje urbano italiano. Este lugar es diferente al cuarto en el que me levanto todos los días, pequeño y poco estético. Esta habitación es amplia, luminosa, impoluta, minimalista. Hay muy pocas cosas de color y creo que si existen son todas mías. El blanco de estas cuatro paredes y sus muebles me recuerdan ese sueño que tuve cuando morí.

En medio hay algo que llama fuertemente mi atención en este espacio, es un espejo alto de madera fina y borde habano. No puedo aguantarme las ganas, me despego de la cama y me dirijo a él. Estoy parado en frente con mi torso desnudo, el pelo revolcado y cada vez menos rojo. Me miro, luego observo a mí alrededor a través de su reflejo y me vuelvo a mirar. He hecho lo mismo por casi cinco minutos sin decir nada. Entonces pienso, quisiera no ser lo más feo que está en la alcoba. Frente a mí tengo a un tipo de 25 años, su piel parece tela remendada, un brazo es más delgado que el otro y, aunque quisiera, no podría levantarlo ni para limpiar la mancha de crema que pobremente intenta ocultar una de tantas cicatrices. Ese sujeto soy yo y no puedo evitar sentir pena.

Avergonzado de mí mismo camino hacia el balcón. Desde luego es osado retar al frío del invierno con mi piel descubierta, pero, ¿después de la imagen que acabo de ver qué puede ser peor? Normalmente pensativo suelo mirar al cielo y es lo que hago. Con mi mirada puesta en la nube más grande de esta ciudad, pregunto: “¿cabe otra cicatriz en mi escuálido cuerpo?”. Medito por mucho tiempo y entonces respondo.

Mis cicatrices no solo son marcas visibles de un acontecimiento trágico, porque hay sucesos atribulados que hieren directamente al corazón, alma y ser. Esas penas suelen ser más dolorosas y no pueden verse. Seguramente en mi cuerpo no quepa una cicatriz más, y eso no quiere decir que no la haya. ¿Por qué existen las cicatrices? ¿Para qué sirven?

Recuerdo que hace tiempo veía un programa de tattoos, había personas que ocultaban sus cicatrices con tinta y yo en el fondo me preguntaba por qué. Habrán pasado algún momento de intimidad como yo en el espejo y les ganó el impulso, la vergüenza. Lo lindo de las cicatrices es que alguien siempre se va a inquietar y terminará preguntando. Entonces existen porque son el rastro presente de una historia y sirven para contar. Para contarnos.

Mi cuerpo es la portada de un libro lleno de historias, unas menos intensas que las otras, pero todas mustias. Aun así, estoy parado frente a este espejo mirando, mirándolas; recordando que es un espejo extranjero el que me refleja, lejos de casa y donde mi cuerpo ha sido lacerado. Sí, soy yo con un sinfín de cicatrices visibles y otras impalpables, de pie ante lo que un tiempo atrás me doblegó. Cada trazo dibujado en mi figura y mi alma pinta esta obra de arte llamada vida. Mi lienzo es acontecido y, sin embargo, sigue siendo bello.

He comenzado a mirarme a los ojos de la nada y siento una enorme gratitud, creo que también estoy sonriendo; marcando en mis mejillas un par de hoyuelos que esbozan sinceridad. Estoy aquí parado frente a un espejo foráneo que me asiste en comprender que sigo vivo para contarlo y contarme. Amo mis heridas porque cicatrizaron conmigo y existen precisamente para recordarme lo fuerte que he sido, que soy y quiero ser.

Yo era feliz cuando movía mi brazo. También era feliz cuando escuchaba. Pasó y el mundo no ha terminado, el viento sigue su destino libre, el sol se pone cada vez más tarde y la primavera llegará aunque este virus no cese. Yo era feliz sin cicatrices, pero ahora más de saber que me acompañan. Adiós, espejo.

Cristian Arango