A quien corresponda

A quien corresponda
Fotografía por: Jacobo Jurado

A quien corresponda

Yo la recuerdo a Stacy, una morena brasilera de cabello castaño, sonrisa enorme y ojos claros. La vi en el “Gran” Domus, un hostel anticuado y sucio en el corazón de San Telmo, un chiquero indeseable y malogrado, un sitio pésimo para recibir malas noticias. Era domingo en la noche de un marzo estruendoso, me encontraba solo entre sollozos con la cabeza clavada en medio de mis brazos y la amargura arropaba las viejas paredes de ese inhóspito y silencioso lugar. Mi abuela había muerto y yo intentaba reincorporarme por momentos, pero la culpa no lo permitía. Nunca le había dicho te amo y ese dolor nadie podía entenderlo.

Fue en el lapso de una de mis crisis repentinas que se enredaron sus dedos en mi pelo tosco y áspero. Alcé la mirada para ver quién era el osado que se atrevía a luchar contra mi tristeza y me vi reflejado en sus lentes grandes, pulidos como sus dientes. Eran inteligibles sus palabras que nadaban en un océano revuelto de portugués y español, pero intentaba decirme que todo iba a estar bien y se sentó a mi lado. No dijo nada en toda la noche, tampoco necesitaba más. Se sirvió un café dispuesta a enfrentar a mi nostalgia, como un soldado que combate una guerra impropia; no era su cruzada, pero me animaba a mantenerme en pie sin decir una sola palabra.

Le había visto pasear sus enormes y finas zancadas dos o tres veces en el piso mugriento del Domus. No sé nada de su vida, no conozco su edad, qué estudia o a qué dedica sus jornadas cariocas. Stacy sigue siendo una desconocida como aquel momento en el que me tendió su brazo como apoyo. En realidad ella nunca supo el motivo de mis lágrimas y no necesitó saberlo para pasar la noche en vela cerca de mí.

Son un poco más de las 2 a.m. en esta parte del mundo. Parece que el reloj se ha acelerado. He estado bajo este cielo rojo y sin luna hace un par de horas, desde cuando me he enterado de su muerte. ¿Mi compañía? Un par de auriculares mudos, no he puesto ninguna canción, y claro, la soledad infinita, más infinita con cada tic tac, imaginando algún valiente que lance una soga y me saque de este vacío.

He llegado a pensar que en algo he fallado, ¿he sido tan perverso?, me siento culpable con mi pena, ¿merezco tan poco? ¿Por qué la aludo entonces? Me siento solo, con el mismo dolor de hace un par de años. Sé de muchos a los que los venció el orgullo y a otros tantos que se han vestido de indolentes. Son pocos los pasos para asistir a mi rescate, pero nadie los ha andado; son pocos los tactos para escribir un mensaje y nadie lo ha intentado; son pocos los segundos para expresar un aliento, pero no hay nadie dispuesto a “perder” el tiempo. Es cierto, no hay ningún barco que los acerque hasta mi orilla y hay playas más atractivas que la mía.

Hoy manifiesto mi fastidio al borde del abandono. Ya no espero nada, no espero a nadie. Me consuela recordar que un día una extraña se sumió en mi desconsuelo para intentar salvarme.

Cristian Arango