Del Tirreno al Adriático

Del Tirreno al Adriático
Fotografía por: Jacobo Jurado

Del Tirreno al Adriático

Ya sé que el título apunta al primer mundo, a lo lejano y tal vez desconocido. A un viaje único entre los mares que cubren las tierras tanas y poco económico para un montañero que sale del centro de Pereira con la ilusión de hablar un nuevo idioma. Yo tengo la fortuna de decir: “estuve en el Tirreno, pero también del lado del Adriático”, y aunque me puedo jactar de haberlo hecho mi experiencia es más acontecida que planeada.

En una puesta del sol pasé de ver fachadas de bahareque, cableado eléctrico enredado y al aire, buses pequeños y personas felices a contemplar la inmensidad arquitectónica y antigua de Roma, un servicio de transporte medianamente organizado, millones de turistas despreocupados y lenguas de todas partes del mundo. También sé que nadie me lo ha preguntado, pero estaba realmente impresionado y me dolía el carrillo de tanto sonreír.

Soy un tipo de ciudad con alma de campo. Obvio que un tren subterráneo es lo más cercano a un futuro desconocido para mi subconsciente longevo. Pululando en mis elíseos italianos llegué a sufragar 22 euros por una Pizza Margherita, seguro de que era la más rica del mundo y una Moretti por 9 euros, seguro de que nunca tomaría una igual, sin saber que un tiempo después pagaría 2 euros por la misma pizza y 35 centésimos por la misma birra. ¡Cosas de incultos! Yo estaba chocho de la vida, pero lo peor estaba por llegar.

Era el día tercero de un viaje que va por los dos años, a esa altura la capital era mi ciudad favorita en el planeta, pero era hora de dejarla. Tomé mis dos maletas colmadas de inocencia y me dirigí a Roma Termini con la intención de llegar a Salerno, ciudad ubicada al occidente del país. Carente del habla nativo me dirigí a una máquina que permitía la compra en español. Yo no paraba de sudar ante el artefacto que me repetía una y otra vez que tuviera cuidado con los ‘carteristas’, mientras yo solo le temía a él que entre paso y paso me complicaba más la vida. Detrás de mí un puñado de personas con la mirada pesada e impaciente.

“El próximo tren sale en 15 minutos”, decía. “Solo disponible en primera clase”, advertía. “Valor: 50 euros”, enjuiciaba. ¿Valía la pena? No, no y mil veces no. ¿Tenía opción? Seguramente sí, pero bajo la presión vindicatoria de quienes esperaban su turno me sentí sin salida. “Compra exitosa”.

La máquina vomitó con desdén dos tiquetes desde sus entrañas. “Increíble”, pensé, “uno para el operador y el otro para mí de recuerdo, qué chimba de servicio” y me retiré satisfecho. No podía creer lo que mis ojos veían, era un tren moderno con 13 vagones y yo montaría en el primero, desde luego. Su interior era mucho más confortable que un avión y se convertiría en mi transporte favorito, porque aunque quisiera tener alas para volar alto, muy alto, hacerlo en un pájaro de acero me produce un terrible temor.

Entonces ahí estaba Cristian, en la ventana más grande de un pasillo holgado con asientos cómodos y mesas pulidas. Mirando orgulloso tras mis lentes baratos y una sonrisa de luna creciente. Adentro parecía un fresco otoño en comparación con el infierno que desata el verano en el núcleo de la iglesia católica. “Benvenuto, signore”, escucho de un azafato singularmente cortés; yo que apenas podía decir ciao, asentí con la cabeza.

Había iniciado el viaje, el tren flotaba lento sobre los rieles oxidados y el mundo parecía desvanecerse con cada metro recorrido. Tomé una revista y comencé a leerla para parecer interesante. Hoy en día no recuerdo qué carajo decía, pero sí lo estúpido que me veía haciéndolo. Pasó el azafato entregando la comida preparada y yo solo pedí agua, como quien está acostumbrado al servicio, solo escondía mi temor de tener que usar el baño. En realidad moría de hambre, pero qué importaba, solo eran tres horas de viaje y podía aguantar.

Tras un tiempo moderado de itinerario, el tren se detuvo en su primera parada, Caserta. Al fondo de la estación se divisaba una de las miles suntuosidades italianas, Reggia de Caserta, un palacio enorme que a simple vista solo se burlaba de mi desgracia mientras yo clavaba mi mirada estupefacta ante su magnificencia. El tren puso en marcha nuevamente su alta velocidad.

Pasaron 40 minutos desde esa última estación y yo me preguntaba cuándo sería la próxima, pensando que sería mi destino. La pantalla con en el trayecto anunciaba Foggia como la más próxima y yo saqué mi teléfono para mirar en el mapa dónde se encontraba. ¡Todo mal! Nunca me sentí tan ruin de estar en primera clase, aunque la verdad nunca lo había estado. Me dirigía al oriente, lejos de mi nuevo hogar y más cerca del tacón de la bota.

Desesperado saqué los dos billetes de mi bolsillo para entender qué sucedía. ¡Otario de la cuna al cajón! A través del traductor un italiano malgeniado me explicaba que tenía que bajarme en Caserta, para abordar un nuevo tren. ¿Qué podía hacer? La arrogancia del señor me respondió que era problema mío, que era un idiota y debía hacerme cargo. Quise llorar, pero no era el momento.

Bajo la mirada alegre de un grupo de personas en la puerta del tren descendí como un perdedor, cabizbajo y lleno de preocupaciones. Salí de la estación para guardar el recuerdo de una ciudad desolada, escondida de la crueldad del sol, aunque yo transpiraba por nervios más que por calor. Esta vez pregunté mejor cuáles eran mis opciones y pude abordar otros tres trenes viejos que me trajeron a casa, donde escribo mi infortunio. Un viaje que duraría tres horas resultó durando 10. Ahí entendí la delgada línea entre lo posible y lo imposible, y que del Tirreno al Adriático hay solo un descuido.

Cristian Arango