De relámpagos y ausencia

Estrellas
Fotografía por: FelixMittermeier en Pixabay

De relámpagos y ausencia

Estamos fundidos en un abrazo temeroso.

Antes de sentir miedo por la inclemencia de la naturaleza me pongo a oler tu cabello.

No hay nada que agregar a esa imagen.

El pavor de una Suculenta, por un cielo atiborrado de relámpagos, es más revelador que las deidades. Y el silencio es más explícito que las palabras, aunque las palabras abran puertas sobre el mar, como dijo Alberti.

Pienso que no hay beldad más grande que verte ahí trenzada, con tu rostro atrincherado en mi pecho y el resplandor de los rayos reflejando tu silueta desnuda. Ante la vida y este instante soy tu único deponente en esta cabaña.

En ese preciso momento, cuando la tormenta es más intensa, el miedo te distancia de mí mas yo te tengo absolutamente. Ahora, mientras escribo, no estás en mi regazo ni en mi realidad. Pero es en ese recoveco de la infinidad donde me encuentro contigo, en una naturaleza tan cabal que nada logra disgregarnos: ni el tiempo, ni la indiferencia, ni el letargo de las gotas, ni el sonido del viento azotando las plantas de café, que esperan verte por la mañana.

Tengo que admitir que deseé voltear tu cara para perderme en la explosión de tu mirada, de morder tus labios que confundo con las nubes y alcanzar el encanto de tu fogosidad que flamea toda mi sustancia inmaterial apaciguada por mis propios pensamientos. Sin embargo, preferí tu silencio impoluto que me acercaba más a ti que cualquiera de mis acciones, desestabilizadoras acciones que rememoran el pasado, y que, así como comienzan, también terminan.

Por lo tanto, te dejé para que por lo menos, en tu miedo pasajero, de ninguna forma te alejes de mí, y de esta manera poder disfrutar en un santiamén de la estampa codiciada e inalcanzable del amor que nunca acaba.

Te huelo el cabello y siento piedad de mí: te vas a ir y quién soy para detenerte.
Alzo mi vista al techo y pienso en alguna razón que aduzca el seguir respirando. Tu suspiro me reincorpora. Estás viva, esa es mi respuesta y el atributo de mi amor es el anhelo de tu presencia sempiterna, y la angustia de este anhelo.

Qué bello sosiego.

Mientras sostienes ese miedo con afecto apacible, ten presente que tras la lluvia permanece el universo. Después de tu temor está la tarde con un cielo tupido de nubes negras, algunos pájaros que se escampan en las ramas y el silbido agitador del viento.

Suelo idealizar ese viento como una divinidad misericorde que sopla desde el paraíso, para salvar la noche de esta tormenta y elevar, a su paso, la fragante esencia de la vida, mientras el mundo holgazanea, descuida y se margina de existir.

Todo se reduce a esta tarde, vida mía, tan gris y tan imponente para quien escribe, tan infinita para contarla y narrar sus fragosas incidencias: el viento deslizándose en el vacío, nosotros de testigos y el miedo en cada rincón. Las estrellas suspendidas mirando a la más bella, el cosmos en constante caos desde el inicio y el chillido de la chicharra en la corteza monstruosamente influenciado por el pánico.

De improviso viene a mí el sufrimiento vestido del juicio de que me he extraviado en medio de esas figuras quiméricas: la inmensidad de un firmamento pluvioso, las tinieblas sobre la noche, el estruendo de esta cubierta que quiere salir volando, las hormigas ahogándose en su hueco, la resignación de lo vital ante su muerte… Espanto de mi pobre permanencia perdida entre estas cosas inferiores a mí, pero más perpetuas.

Estoy impregnado por la presencia de la muerte, todo aparenta ser transitorio, ilógico y yo me sublevo a estos pensamientos, complaciéndome de este último momento que me queda contigo, oler nuevamente tu cabello, acariciar tu piel morena, conjugar nuestros poros, oprimir el miedo y su mudez. Manifestarte que todo el deseo del futuro, es este minuto de carreteo entre tus brazos, con vistas a la más grande plenitud.

Si decidieras levantarte e irte todo quedaría en la más profunda oquedad. Es tu miedo el causante de este silencio insensible, pero aquí estamos. Nuestras palabras son afásicas, pero es mi excusa para no dejarte de abrazar.

Claro que tiembla mi pulso al escribir sobre esta hoja que te amo. Aun así, no es menester decirlo cuando la belleza de todo lo creado me viene de tu miedo. Y así como te has abandonado en este instante, e incluso a mí que desaparezco en tu temor, me abres las puertas del libre albedrío para amarte con una independencia tan genuina, que ni tu voraz ausencia puede detenerme.

A la orilla de este desamparo que nos da esta tarde procelosa te quiero, ligados por el miedo y el anhelo, en ese placer insólito de infinidad en el que temes y dejas ir, y solamente te queda aquello que no tiene que desvanecerse.

Me quedo en este ocaso vilmente sombrío, mil días más con el sonido de la lluvia y la presencia absoluta de tu ausencia.

Intenta permanecer en este lugar, en la sensatez del tiempo y en la calma de la noche, en el exilio de tu tierno miedo que es la imagen del nirvana, tan imperceptible a todos, pero no a mí.

La eternidad de ese paraíso es la sentencia de ángeles y arcángeles sumidos en la intranquilidad, árbol de salvación reflejado en tu cuerpo donde me depuro, me bendigo, me drogo de cariño para acariciar el lejano confinamiento de aquello que no piensan los hombres, y donde alcanzo la salvación de mi alma por este breve sentimiento de trastorno celestial.

Así pues, no encuentro otro motivo para dejarte de abrazar, vida mía, y tampoco sé si debo alejarte de este nuevo horizonte de tu amor donde lo único que se mantiene entre mis brazos es tu ausencia.

Cristian Arango